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ISSN 1989-4163

NUMERO 09 - ENERO 2010

 

La Tregua

Jesús Zomeño

Les voy a decir la gran ocupación de la guerra,
la única que cuenta: He tenido miedo
Gabriel Chevallier

 

            Me fusilan. Mañana me fusilan.

Un tribunal escucha tu nombre, coge un papel y firma con tinta debajo de una orden de fusilamiento. Ese papel circula de mano en mano y todos los porteadores saben leer. Cuando llega a su destino no hay sorpresa alguna. No se trata del azar, de que te acierte o no uno de esos cientos de obuses que cada noche lanzan hacia delante los alemanes. Mañana me fusilan y siento la extraña satisfacción de haber vuelto a un mundo ordenado, se acabó el caos y el miedo.

            Incluso me queda el capricho de mi última cena. Pediré poca cosa, un poco de pan con aceite. Puede que me anime con un vaso de vino. Vino tinto, por supuesto. No admito ceder en eso, me gusta el vino tinto.

            Me han lavado la camisa blanca. Un buen hombre Pierre, siempre tan atento con los pequeños detalles. Un poco de plancha no le hubiese venido mal pero no creo que las planchadoras de Montmartre estén dispuestas a frecuentar las cárceles militares. Falta un botón, vestigio antiguo de una noche en la que tuve mucha prisa en quitármela. No tiene importancia.

            Me lavaré todo el cuerpo. Seguro que Pierre me trae agua mañana. Tengo una pastilla de jabón que le compré a Lorian, un trozo pequeño del que fabrica su madre en Borgoña. Buen jabón perfumado. Será suficiente, he adelgazado mucho durante la guerra,  la extensión de mi piel es más pequeña.

No quiero que el sacerdote entre aquí antes de que haya terminado mi aseo. La eternidad no me interesa porque no creo que las piedras sean felices, pero me gusta mucho hablar de religión. En ese tema los hombres son ingenuos aunque honestos y siempre hablan de la muerte con nobleza, al menos si te igualan a lo que esperan de la suya. Pero para que el sentimiento sea fluido al hablar no debe uno oler a sudor y llevar mugre con picazón entre las piernas. Espero que llegue el capellán después de que me haya lavado. Le pediré a Pierre que lo retenga si no he acabado.

Lo cierto es que debiera escribir unas cuantas cartas, pero le falta solemnidad a esta celda para que pueda inspirarme pensamientos profundos. Además, no puedo tener ninguna palabra de consuelo para mis padres porque nunca me han comprendido. Mis hermanos murieron los dos antes que yo, en las primeras batallas del Argonne. No queda nadie. Podría, sin embargo, pasar toda la noche escribiendo, imaginando amigos a los que dar consejos y mujeres a las que hablarles de amor y esperanza. La idea es tentadora, incluso podría inventar direcciones y gastarle una broma a Pierre con siete u ocho cartas a mujeres distintas. Lástima que el pobre carcelero no sepa leer.

            Es preferible dormir un poco. No puedo olvidar las uñas, deben estar limpias cuando me aten las manos a la espalda. Con las manos cuidadas puede que me ofrezcan no vendarme los ojos porque esas cosas distinguen a un caballero, me refiero a las uñas limpias. De todas formas, tampoco tiene mucha importancia y depende del ánimo que tenga cuando llegue el momento. Si ahora duermo un poco mañana me sentiré más capaz.

            Estos tres días, desde que me condenaron a muerte, he dormido bien.  Lo peor no es la muerte sino el miedo. Antes tenía los nervios rotos. Ahora está todo escrito y sé que no me pasará nada hasta que llegue el momento.

Una tregua de doce horas con la vida es suficiente. He hecho un pacto de tres días contra el miedo, aún me quedan diez horas y después habrá merecido la pena volver siquiera por tres días a un mundo en calma.

            Pierre me trae aguardiente, se sienta un rato conmigo. Me enseña la cicatriz que lleva en el costado, después cuenta con los dedos las vacas que tiene en su granja, a cada dedo le pone un nombre, simula que ordeña a una cualquiera, se ríe y me hace reír. Le deseo suerte, eso le entristece porque es una despedida. “No importa -le digo- repíteme el nombre de tus vacas”. Enseguida vuelve a sonreír. Cuenta con los dedos las vacas, a cada dedo le pone un nombre, simula que ordeña a una cualquiera... Podría pasar toda la noche pidiéndole que hable de lo mismo y él lo repetiría igual cada vez sin acordarse de que ya me lo ha contado.

            Se disculpa porque tiene que hacer una ronda. Se acerca a la puerta y gira la cabeza hacia mí, me pregunta por qué no intento matarle para escapar. Le digo que los cadáveres no abren puertas. Se queda pensando, pero no acierta a contestar nada. Será cuestión de dormir un poco, Pierre puede pasar el resto de la noche intentando comprender lo que le he dicho. Escucho sus pasos cuando se aleja. Juraría que no ha pasado el cerrojo. No importa, no quiero volver a pasar miedo. Cierro los ojos y me siento a salvo.

            Me despierta un gallo. Pobre Francia tan ocupada en despertar a los condenados a muerte. Uno comienza a despedirse de las cosas, supongo que ya no volveré a orinar. Extraño pensamiento que asocio al rojo del crepúsculo como si orinase sangre. La última gota es una estrella fugaz. Me río de mi ocurrencia. De todas formas, me gustaría mirarme desnudo ante un espejo. Mi cuerpo es el mapa de mi vida, en él reconozco los detalles de mi pasado. Cuando caiga al suelo acribillado por las balas, será como si me doblase para meterme en un bolsillo.  Sin embargo esa idea me apena, me entristece la posibilidad de no encontrar ningún destino.

Será mejor que piense en otra cosa. Intento ordenar mi mente, faltan tres horas. Me apetece ponerme a leer un libro. Pierre me trajo dos libros ayer. Miro el lomo y escojo el más grueso. No tengo prisa por hacer otra cosa, ni siquiera importa leer completo algún relato breve. Primer capítulo, estoy relajado, supongo que mi lectura es parecida a la de Dios porque a mí tampoco me preocupa el final de este libro.

 

 
 

Miracoloso

Ilustración: Miracoloso

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